En El Salvador, hablar de democracia se ha vuelto casi subversivo.

En un país donde la concentración de poder se normaliza, la disidencia se descalifica y el miedo se instala como forma de control, ejercer ciudadanía activa es un acto de coraje. Sin embargo, entre el ruido, el desencanto y la polarización, existe una generación que se niega a aceptar que esto es lo mejor que podemos ser. Esa generación es la nuestra, la juventud actual.

¿De dónde venimos?

Durante tres décadas, El Salvador fue gobernado bajo una lógica de alternancia entre dos grandes partidos políticos. Este bipartidismo, que en su momento representó un paso hacia la consolidación democrática tras la firma de los Acuerdos de Paz, terminó estancándose en prácticas que alejaron a la ciudadanía: corrupción sistemática, clientelismo, nepotismo, promesas vacías y políticas públicas diseñadas más para mantenerse en el poder que para transformar realidades.

Muchos jóvenes crecimos en un entorno donde la política se percibía como algo ajeno o, peor aún, como algo inútil. La desconexión entre los discursos oficiales y las condiciones reales de vida, la falta de empleo digno, la violencia, el abandono estatal en comunidades enteras cultivó un sentimiento colectivo de desconfianza y apatía.

Sin embargo, no todo fue fracaso. La institucionalidad democrática, a pesar de sus imperfecciones, nos permitió consolidar libertades, construir contrapesos y avanzar tímidamente en áreas como el acceso a la información, la participación ciudadana o el control del uso de los recursos públicos. El problema fue que no supimos, o no quisimos, profesionalizar esa democracia para hacerla más representativa, más eficaz y cercana a las personas. Y en ese vacío, germinó el autoritarismo.

¿Dónde estamos?

El actual momento político de El Salvador representa un cambio de época. La población, cansada de la corrupción y de la ineficacia del pasado, entregó su confianza a un nuevo liderazgo que prometía romper con todo lo anterior. Y, en efecto, rompió con muchas cosas: con los partidos tradicionales, con el modelo de negociación política, con los contrapesos institucionales.

Es cierto que hoy se respira más tranquilidad en comunidades que por años vivieron bajo el control de las pandillas. Es comprensible que muchos ciudadanos valoren ese logro como un antes y un después. Pero también es legítimo preguntarnos a qué costo se ha conseguido y qué tan sostenible será si no viene acompañado de inversión social (educación, salud, etc.), oportunidades económicas y reconstrucción del tejido comunitario.

Mientras tanto, la situación estructural de la juventud sigue siendo precaria. Según el Banco Mundial, en 2024 el desempleo juvenil en El Salvador fue del 6.7 %, más del doble del promedio nacional general que fue inferior al 3.0 %. Más del 50 % de jóvenes entre 18 y 29 años se encuentran en la informalidad o migran en busca de mejores oportunidades.

Vivimos una contradicción profunda: crecemos en un país que nos promete seguridad, pero que restringe libertades civiles; que presume estabilidad, pero no ofrece futuro. Esta generación ha aprendido a moverse entre la incertidumbre y la desconfianza, pero también ha desarrollado una resiliencia creativa: jóvenes que emprenden, que estudian, que aprendieron a innovar.

En medio de un sistema que ha fallado en incluirnos de manera efectiva, seguimos buscando espacios de incidencia. La juventud no está dormida. Está en proceso de reencontrarse con lo público, de resignificar la política, de reclamar el derecho a construir un país que no tengamos que abandonar para vivir con dignidad.

Y ahora, ¿Qué hacemos?

Para la juventud salvadoreña, y también para nuestros hermanos centroamericanos, el camino hacia adelante pasa por tres grandes desafíos:

•            La recuperación de la confianza en lo público

•            La generación de oportunidades reales de desarrollo

•            La reconstrucción del tejido democrático desde abajo

Eso implica una nueva forma de hacer política: más honesta, más cercana, más empática y capacitada para gobernar. Una política que no se limite a hablar de los jóvenes, sino que construya con ellos y desde ellos.

La verdad es innegable: No podemos transformar lo que no conocemos, ni tampoco conocer lo que no se nombra. Aunque el panorama político actual desalienta la participación, también abre un espacio para nuevos liderazgos que no se alinean con el pasado, pero tampoco se conforman con el presente.

La juventud no es solo el futuro, es también el presente. Y el presente nos exige claridad.

No basta con indignarse; es necesario organizarse.

No basta con denunciar; es urgente proponer.

No basta con rechazar lo viejo; hay que atreverse a sembrar lo nuevo.

Es momento de convertirnos en SEMBRADORES:

•            Sembrar tiempo, para cosechar vínculos reales.

•            Sembrar palabra honesta, para cosechar confianza.

•            Sembrar voto informado, para cosechar representación auténtica.

•            Sembrar oportunidades, para cosechar futuro digno.

•            Sembrar empatía, para cosechar comunidad.

•            Sembrar participación, para cosechar cambios duraderos.

Inevitablemente, tarde o temprano, el futuro nos llegará, pero está en nuestras manos lo que decidamos cosechar.

A nuestros jóvenes hermanos centroamericanos, a ustedes que ven en El Salvador un faro de “esperanza”, les digo: hay otra forma de hacer país. Desde la empatía, desde la decencia, desde la acción.

No queremos volver al pasado. No aceptamos este presente como techo. Lo que exigimos, y estamos dispuestos a construir, es un futuro distinto.

¡Porque lo merecemos, porque sabemos que es posible y necesario!

Por Alejandra Gallardo, Internacionalista egresada de la Universidad Evangélica de El Salvador, con formación complementaria en administración pública, gestión política y derecho migratorio.